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Sarenium III: Barranquismo nocturno

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scooter-viejaYa estamos todos otra vez. Anda que no se nota que se acabaron las vacaciones para la mayoría. Volvemos a estar todos en las carreteras, en el transporte publico y en la vida. Desde luego mis vacaciones quedan ya bastante lejos.  Pero eso no impide que acabe la trilogía Sarenium de desgracias vacacionales. Hasta el año que viene…

Podría deciros que las cucarachas transgénicas que los pijisleños habían criado con tanto esmero en su aislada casita en medio de la montaña pero con vistas al mar nos perseguían. Pero no, pues se habrían congelado. Porque por aquellos entonces, ya estábamos sobre nuestra megamoto (en una isla es el transporte ideal, y más en esta, en la que en la mitad de las calles de los pueblos no cabía un coche) huyendo de allí.

Mochilas colgando de cualquier parte, viento frío que nos cegaba (bendito casco sin visera), humedad cala huesos y ningún sitio donde huir. Parece mentira que sea verano y estemos de vacaciones, menudo día, pensé. Se trataba de llegar a cualquier lugar donde hallar cobijo, aunque en realidad las opciones se reducían bastante: llegar a donde la mierda de moto que habíamos alquilado consiguiera arribar. Deporte de riesgo este, porque aquello no era descender por una carretera de montaña sino hacer barranquismo en moto.

Pues resulta que los faros de la inmunda moto apuntaban al cielo. Y solo la luna y algún que otro coche desorientado evitó que acabáramos volando camino al mar. Por un momento me vi atravesando el quitamiedos (en el supuesto de que aquella vaya de madera podrida de humedad pudiera llamarse tal) para ir a parar a una plantación de aloe vera en caída libre. Pero gracias a no se qué fuerza del destino (y a la inercia, que todo era cuesta abajo) llegamos sanos y salvos al puerto, donde acabamos encontrando la luz a nuestra precaria situación (me veía durmiendo bajo una barca).

La solución se llamaba Alba y regentaba un puesto de productos típicos en un mirador de la isla. La habíamos conocido el día anterior, en el que amablemente nos ofreció una tosta de alcaparras y guindilla picante y un poco de conversación (que en qué hora me la comí…). Nos contó que vivía allí con su novio argentino, aunque ese día se había peleado con él (de ahí que el revuelto de alcaparras tuviera tan mala leche). En cuanto me vio me reconoció y me dedicó una amplia sonrisa (Alba es como una madre grandona que todo lo puede). Me recordaba como la osada clienta que afirmó poder zamparse la tosta sin rechistar, pero que acabó suplicando entre lágrimas unos diez cuscurros de pan y tres vasos de vino dulce para pasar el mal trago del picante (cuando una se moja, se moja, aunque la consecuencia sea unos ojos fuera de las órbitas y una lengua de dragón).  

Alba nos ofreció una habitación de su casa y una visión más amable de la isla e incluso, de su novio argentino, que resultó ser un tío de lo más divertido que he conocido. Sin mareos marinos, sin cucarachas y sin barranquismo nocturno, solo una cama y agradable compañía. Y qué queréis que os diga, que descubrimos que al fin y al cabo, se estaba bien en aquel apartado y peculiar lugar y que se lo recomendaría a cualquiera.


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